sábado, 21 de febrero de 2009

RENTRÉE

Lo ya empezado necesitaba continuidad, y había decidido dársela bajo el paraguas académico de la Ecole Pratique des Hautes Etudes (Sección Ciencias Religiosas), una escuela doctoral que pertenece a La Sorbonne.

Sobre cómo conseguí que me admitieran, modestia aparte, deduzco que tuvo que ser estrictamente por mis propios méritos, porque ninguno de los apoyos que busqué en la facultad o en el colegio de sociólogos, movió un dedo por mí. Así que me fui derecha al EPHE, con mi carita lavada y mi currículum debidamente traducido al francés. Supongo que hice bien en picar alto, duro y a la cabeza: presenté mi proyecto al Director Honorífico de la escuela, M. Jean Baubérot, sociólogo e historiador, a quien en Francia llaman el "Papa" de la laïcité. Una vez obtuve su firma, el comité de admisión ya no pudo a rechazarme, entre otras cosas porque Baubérot formaba parte de él.

Había dos razones fundamentales para sacar el estudio del ámbito español. Cada una, relacionada con la naturaleza de las variables principales cuya relación se estaba explorando: de un lado la religiosidad, y del otro, el fatalismo respecto de la democracia.

Así, si la teoría que sustenta todo esto es, dicho en dos palabras, que "el mito de la cruz simboliza el miedo a enfrentar las contradicciones de la democracia", había que ver cómo se comportaba la gente en otros escenarios donde es común el mito de Jesús crucificado, y con diversos estadios de democracia. Y para evitar que interfiriesen otras variables demasiado fuertes, había que buscar esos escenarios allí donde, en lo posible, hubiese una historia y una cultura democrático-religiosa de base común, y lo más parecidas posible a la nuestra. Esta condición nos situaba en la Europa occidental. De momento dejamos fuera la zona ex-comunista.

Aún así nos metíamos en un terreno muy resbaladizo, evidentemente, porque las fronteras nacionales ya son de por sí un fuerte impedimento a la sociología comparada. Los países de Europa occidental son algo así como los planetas del sistema solar: Marte y Venus son más equiparables entre sí que Marte y la nebulosa del caballo en Orión, pero... ¡uf!

El trabajo iba a consistir en repetir lo que ya se había hecho en España, solo que tomando más indicadores, y no sólo para un país sino para un abanico de diferentes escenarios político/religiosos europeos. ¿Ese fatalismo español se debe a la juventud de nuestra democracia? ¿Existirá también ese fatalismo democrático en países donde llevan muchas generaciones acostumbrados a ella? ¿O será debido a nuestro catolicismo? ¿Serán fatalistas también los protestantes? Lamentablemente, siempre arrastramos la duda de si se tratará de que Marte es Marte y Venus es Venus, es decir, si los resultados encontrados antes, se referían simple y llanamente a que "somos españoles". Pero había que intentarlo, había que mirar si a pesar de nuestras diferencias, la hipótesis repetía resultados... Si se repetían, ello significaría que el asunto es transversal a las diferencias culturales.

Como multiplicar el trabajo anterior por más cruces de indicadores y para n países, excedería el tiempo de un año escolar, había que seleccionar. Se decidió estudiar estas nuevas dimensiones "europeas" en el seno de poblaciones:

- en cuanto a la religiosidad, países de distintas tradiciones cristianas, con cuatro valores: ortodoxos, católicos, protestantes y anglicanos,

-y en cuanto a "tipos de democracia", optamos por tomar como principal variable la "edad" de ésta, con solo dos valores: democracia joven y democracia madura, fijando la frontera más o menos en los 70 años de vigencia ininterrumpida de la democracia actual (es decir, que toda la población (o casi toda) hubiese nacido en la democracia, o que hubiese un corte significativo entre los que han conocido estadios totalitarios y los que no).

Bien, se iba reduciendo la muestra hasta algo factible...

Para poder aislar estas variables "europeas", lo ideal habría sido encontrar ocho países que completasen el cuadro, o sea, al menos un país de cada tipo. Así podríamos comparar, dentro de los catolicismos por ejemplo, cómo influye la edad de la democracia si tuviésemos al menos un país católico de democracia joven y otra de democracia madura; o dentro de las democracias maduras, cómo influye la variable "tipo de iglesia cristiana", si tuviésemos una democracia madura de tradición católica, otra protestante, otra anglicana... y así.

Lamentablemente, dentro de Europa occidental no fue posible encontrar todas las combinaciones, pero sí pudimos encontrar seis de ellas (más o menos, con la interrupción de la SGM...). Y de todos modos, es significativo que no existan países ortodoxos de larga tradición demócrática (de la era moderna, se entiende), ni tampoco países anglicanos donde la democracia actual no lleve al menos setenta años (y protestantes, casi casi tampoco se encuentran).

El "sudoku" de elegir la muestra de países arrojó el siguiente resultado:

RELIGIÓN : D. joven / D. madura
ORTODOXOS: Grecia / --
CATÓLICOS: España / Francia
PROTESTANTES: Alemania / Suecia
ANGLICANOS: -- / Reino Unido

(Continuará)

lunes, 16 de febrero de 2009

DÍAS DE FEBRERO


Tanto viento, tanta nieve caída, y tanta lluvia. Qué porosa debe ser esta tierra, que todo lo absorbe; si no, no se explica que este invierno no hayan ocurrido más desastres. Llevaba semanas preguntándome con desazón cuándo llegarían esos primeros días templados del año, ese simulacro de primavera que anuncian las flores del almendro.

Y por fin, esos días llegaron. Así que, sin pensarlo dos veces, me puse en marcha siguiendo una estela de aromas de jardín mediterráneo. Aviso a unos amigos y organizamos un encuentro. Qué bien: habrá cena, copas, charla y risas.

Aún así, no sé en qué pliegue escondido guardo atávicos recuerdos de cuando fuimos peces o reptiles, o si será porque, sencillamente, este durísimo Madrid invita a sus hijos al exilio... es el caso que necesitaba además ver el campo, el paisaje cambiar: del sinuoso y a veces tajante perfil alcarreño -el Moncayo nevado al fondo- al suelo sediento de los Monegros; de los dulces frutales de Lleida, hasta la amable selva ampurdanesa. Y por fin, sentir el mar, reposando en un pueblecito blanco y marinero, antes de volver a zambullirme en esa bulliciosa y divertida ciudad llamada Barcelona, hermana de mi propia ciudad, tan iguales, tan distintas...

En medio del camino tuve oportunidad de comprender uno de los secretos de la literatura, a saber: que las aventuras, si no son compartidas, no son nada. Peor que nada, son punzadas que te arrancan la alegría de raíz. Un pequeño y estúpido golpe en la autopista vino a arruinar mi dulce camino hacia el mar. Despierto de repente de mi sueño vacacional y vuelve el Estado a hacerse tediosamente presente: policía, gestiones, atestados, seguros al corriente de pago. Y la rabia. Y en medio de la rabia, decidir cómo continuar. ¿Anular la cita? ¿Intentar seguir camino? ¿Cómo? ¿Cuándo? Afortunadamente, sólo entre los coches hay algún herido leve. Las personas estamos todas bien. Salvo por la rabia.

Cuando consigo reconciliarme con mi suerte, caigo en la cuenta de que el Estado y su ejército de formularios no es tan malo como lo pintan. Las grúas y la guardia civil, los teléfonos móviles y los talleres de reparaciones, y los ferrocarriles... ahora están a mi servicio, aunque el resto de la semana esté yo al suyo; y tengo que reconocer que todo ese artificio me permite continuar mi viaje, si bien con algunos retoques y algún sacrificio. Adiós a mi pueblito marinero al atardecer. Reorganizo los hoteles, iré directa a Barcelona, adonde llegaré tarde después de que una grúa a paso de tortuga haya llevado mi coche a un taller, y de que la compañía de seguros me haya concertado un transporte alternativo.

Ese medio alternativo tambien podría haberme traído de vuelta a casa, pero he decidido seguir porque en Barcelona aún me aguarda un fin de semana con amigos, mientras que en casa sólo me aguardarían preocupaciones, rutina, y planes truncados; porque si no son compartidas, las aventuras sólo son tristes heridas. Porque necesito, más incluso que antes, unas risas y una cerveza.

Llego a Barcelona tarde y cansada, pero qué bien huele a vacaciones, qué distinto del olor seco de mi ciudad. Duermo lo menos diez horas. Por la mañana termino aún algunas gestiones relacionadas con el incidente -afortunadamente, entre palmeras y a la luz del Mediterráneo el papeleo resulta ser menos triste- y después sigo durmiendo.
Cuando me despierto pienso que ayer, a pesar y en medio del aturdimiento, tomé una buena decisión. Después de haber descansado me espera un estupendo plan: buena gente, estupenda charla, una cerveza bien fría, un restaurante de película, una magnífica cena: sopa marinera y guiso de bacalao, como para compensar a mi pobre pueblito costero perdido por el camino. Sí, aún muchos buenos recuerdos harán de éste un viaje memorable: los alrededores de la Boquería, el bullicio de la Rambla, pasar junto al Liceo y proponer para otra vez una posible soirée operística. En un bar que hay junto al Miramelindo (porque allí era imposible entrar) una copa rodeados de difraces de noctámbulo fino; conversaciones sobre Rohmer, y sobre el paréntesis ético en que nos sitúa Tarentino; discusiones sobre si el arte tiene algo de intrínseco o si sólo la biografía del autor puede completar lo que cuenta la obra; sobre si lo público es público y lo privado privado, o si ambos mundos se entremezclan aunque no queramos; recuerdos de otros amigos, y del maestro Azúa, y de recientes viejos tiempos...

Y además, mira tú por dónde, he tenido la oportunidad de probar el AVE, acompañada de "Las hermanas Bolena" y de "Si un árbol cae".

lunes, 9 de febrero de 2009

¡GLUBS!


De algún modo, todo apuntaba a París.

Por una parte, el idioma. Siempre me gustó, y desde que empecé a estudiarlo en el colegio supe que algún día lo dominaría. Y así fue. En cuanto tuve un hueco me puse a perfeccionarlo. La primera vez que pude leer una publicación en francés sin que el idioma fuese una barrera (era un comic llamado La psychafamille!) fue como si se hubiese abierto en mi vida un gran ventanal.

Por otra parte, ya se ve, la cultura francesa en general. Desde que pisé París por primera vez, entendí que aquella forma de abordar cualquier asunto, debía parecerse bastante a la mía. Muchas lecturas, la primera de las cuales fue aquel comic, me lo confirmaron después. En general, no hay más que echar un vistazo a los kioskos de prensa o a los escaparates de las librerías: el número de publicaciones que me apetecería comprar y leer, siempre supera ampliamente al de aquellas que dan ganas de vomitar, incluso en las tiendas de las gasolineras. En España ocurre justo lo contrario.

Cuando años después me planteé seguir investigando el asunto que nos ha traído hasta aquí, me dije que era cuestión de hacer un doctorado en debida regla. La universidad que me acogiese tendría que darme plena libertad para continuar lo ya empezado, que no me impusiese un enfoque. Esto era condición sine qua non, porque yo no buscaba un título, sino hacer lo que tenía que hacer, y me daba igual que fuese en Teruel, en París o en Australia, donde estuviese esa universidad, allí me iría. Pero Francia tenía muchas papeletas... esa afinidad de pensamiento, esa libertad mental... estaba en el aire, lo presentía: no habrían de defraudarme.

Así, un buen día metí en Google las palabras clave religion politic sociology doctoral y salieron varias universidades que podrían interesarme. Examinando los programas de cada una de ellas, descartando aquellas que diesen al tema un enfoque demasiado teológico o hermenéutico, quedaban como candidatas la Universidad Libre de Bruselas y la Sorbona. Conociendo ambas ciudades, naturalmente elegí La Sorbona.

Ay, había que perfeccionar el idioma, perfilar el proyecto, presentarlo a un maestro, preparar mucho papeleo... Me daba mucho vértigo, pero era el vértigo que produce el destino cuando se cumple.